martes, 10 de noviembre de 2009







CAPITULO II




En el que Tupã descubre a Arasy y la nombra Madre de los Cielos. 






De la contemplación al descubrimiento tan sólo hay un paso. Tupã observa 
con agrado las consecuencias de su obra y descubre, aún con más agrado, 
la presencia de otro ser que es gracias a su creación. Allí está, invisible y 
con todos sus encantos.


Tupã siente que el alma se le sale del cuerpo y va al encuentro de la 
maravilla que sus ojos contemplan.


Arasy levanta su mirada y es como si levantara el universo entero, y al 
bajarla nuevamente cae como caen las sábanas que se tienden sobre el 
lecho para una noche de bodas. Esa mirada de suave pelaje ha lanzado 
sus dardos de la luna al sol, desde sí misma al centro de la Creación.


Arasy, envuelta en su cabellera nace a nuevas sensaciones. Es el mismo 
Creador el que la ha visto con su túnica aérea, sus pies de sólido nácar 
sosteniendo las columnas que enmarcan los finísimos escalones que 
conducen a las mieles de la eternidad. La ha visto y la ha elegido.


–Arasy –dice Tupã ahora– y su voz recorre en un susurro enamorado y azul 
todo el universo. La ha nombrado y eso es suficiente para que ella sea 
ahora madre del azul eterno, Madre de los Cielos.