En el que Tupã descubre a Arasy y la nombra Madre de los Cielos.
De la contemplación al descubrimiento tan sólo hay un paso. Tupã observa
con agrado las consecuencias de su obra y descubre, aún con más agrado,
la presencia de otro ser que es gracias a su creación. Allí está, invisible y
con todos sus encantos.
Tupã siente que el alma se le sale del cuerpo y va al encuentro de la
maravilla que sus ojos contemplan.
Arasy levanta su mirada y es como si levantara el universo entero, y al
bajarla nuevamente cae como caen las sábanas que se tienden sobre el
lecho para una noche de bodas. Esa mirada de suave pelaje ha lanzado
sus dardos de la luna al sol, desde sí misma al centro de la Creación.
Arasy, envuelta en su cabellera nace a nuevas sensaciones. Es el mismo
Creador el que la ha visto con su túnica aérea, sus pies de sólido nácar
sosteniendo las columnas que enmarcan los finísimos escalones que
conducen a las mieles de la eternidad. La ha visto y la ha elegido.
–Arasy –dice Tupã ahora– y su voz recorre en un susurro enamorado y azul
todo el universo. La ha nombrado y eso es suficiente para que ella sea
ahora madre del azul eterno, Madre de los Cielos.